Escribe: ADRIANA GUY

El androcentrismo es una actitud cultural, que implica una distorsión de los hechos derivada de interpretarlos a través de una óptica que confirma y perpetúa la dominación de los subordinados y el poder de los dominadores.

 

El movimiento de emancipación homosexual surgió a mediados del siglo XIX, en cabalgado al movimiento feminista. La cultura de la época reaccionó contra ambos mediante la acusación de “enfermedad”.

El modelo sociocultural del androcentrismo es e l varón heterosexual, y siguiendo el razonamiento “hay que estar enfermo para renunciar a los privilegios que trae ser varón y heterosexual”, la homosexualidad fue y es descrita como enfermedad. En esa línea de pensamiento, el siglo XIX llegó al extremo de popularizar la opinión de que todas las mujeres eran enfermas, por el hecho de ser mujeres.

Para el victoriano siglo XIX, la feminidad sana se componía de auto-sacrificio y altruismo a nivel espiritual, y a nivel práctico de partos y de trabajo doméstico. El estado más santo de la mujer era el de madre.

El Dr. Alcott, de Boston, sostenía en 1843 que las mujeres son “individuos que

necesitan un trabajo, para salvarlas del aburrimiento, del hastío, de la desdicha, a veces de un suicidio más ó menos tardío”

En 1870 el Dr. Clarke, de Harvard, afirmaba que al pretender seguir estudios superiores las mujeres destruían sus órganos genitales y su potencialidad para tener hijos.

ENFERMIZAS POR NATURALEZA O POR EDUCACIÓN

En el siglo XIX se llamaban afecciones femeninas a los trastornos nerviosos que se creían vinculados al funcionamiento incorrecto de los órganos sexuales.

Entre 1840 y 1900 se afirmó que “prácticamente la gran mayoría de las mujeres de clase media de la sociedad estadounidense están enfermas”. Se decía que la mitad de las estadounidenses padecían nerviosismo (nervousness), una “auténtica enfermedad” cuyos síntomas eran problemas de la pelvis, dolores de cabeza crónicos, nerviosismo general.

Antes de 1860 en EEUU pocas facultades exigían más de dos años de estudios para ser médico; no se daba entrenamiento clínico y la ginecología era una especialidad con muy pocos conocimientos; pero la ignorancia de quienes practicaban medicina en mujeres no justifica los tratamientos que se daban a estas. Cuando un varón tenía síntomas similares, el diagnóstico y tratamiento aplicado era diferente porque la interpretación dada a esos síntomas era distinta.

En el caso de una mujer, el médico estadounidense se centraba en la matriz, pensando que ahí estaba la causa y la curación de muchos de los problemas físicos. En los primeros dos tercios del siglo XIX la matriz se describía como peligrosa. Ponía a la mujer en desventaja biológica natural; tener matriz la exponía al doble de enfermedades que el hombre. Se decía que la matriz influía sobre el sistema físico y moral, que sus irregularidades eran contagiosas, y que provocaban dolores de cabeza, nerviosismo y sensibilidad.

La enfermedad nerviosa era resultado de las frustraciones de toda una vida dedicada a cumplir con los deberes de esposa y madre. Muchos médicos lo comprendían así conscientemente, pero en la práctica inconscientemente tendían a juzgar los trastornos neurálgicos de sus pacientes femeninas como una evasión de esos deberes; en ellos no veían la causa, sino la curación de la enfermedad. Pedían a las mujeres que únicamente se acostaran con sus maridos durante los períodos fértiles.

TRATAMIENTOS

Una descripción de caso de postración nerviosa provocada por la matriz muestra a la paciente con todo tipo de trastornos nerviosos: ataques histéricos de llanto, insomnio, indigestión, irritabilidad, estreñimiento, dolores de cabeza y de espalda. Para todo se aplicaba el tratamiento tópico o local de la matriz, también usado en prolapso de útero, cáncer de matriz o trastornos menstruales. Incluía investigación manual, sangría con sanguijuelas, tratamiento de infecciones y cauterización.

Se experimentaba en la matriz, introduciendo agua, leche y agua, té de linaza y extracto de malvavisco; una medida mayor (sin otra anestesia que opio o alcohol) era la cauterización con nitrato de plata. En casos de contaminación seria se usaba hierro al rojo.

El ginecólogo inglés Bennet era partidario de colocar sanguijuelas directamente sobre la vulva o en el cuello del útero; advertía a los médicos que vigilaran que el animal se desprendiera una vez saciado, ya que se sabía de casos en que la sanguijuela se había desplazado a la cavidad cervical.

Otro método que se usaba era la “cauterización” esta buscaba eliminar una infección creando una inflamación más amplia y provocando con ello que las células de la sangre desarrollasen actividad suficiente para sanar ambas irritaciones; pero el tratamiento se aplicaba incluso sin infección, y se abusaba de él, lastimando la membrana mucosa. El útero quedaba en carne viva y sangrando; la paciente sufría grandes dolores durante varios días; con mala suerte, se producían hemorragias. La cauterización se repetía en pocos días.

En 1883 Austin escribió: “miles de mujeres fueron condenadas a sufrir el tratamiento del nitrato de plata cuando agua y jabón y un placebo suave hubieran bastado y sobrado”.

LA REBELDIA FEMINISTA

El tratamiento médico de la época era parte de una cultura dominada por el hombre a la que las mujeres cultas temían y despreciaban. Las médicas de mediados del siglo XIX veían las enfermedades de las mujeres como resultado de la sumisión y promovían la independencia del dominio masculino, ya fuera profesional ó sexual, como curación de sus trastornos femeninos. Mostraron una visión de pesadilla de lo que puede pasarle a una enferma que depende de un médico que emplea su superioridad profesional para prolongar la enfermedad de su paciente y remarcar así la supremacía de su propio sexo.

Harriot Hunt, planteaba: “El hombre, sólo el hombre se ha ocupado de nosotras (mujeres) y yo pregunto ¿Cómo estamos actualmente de salud? ¿Abona el resultado su capacidad?”. Muestra que la acusación de mala salud podía usarse como arma de ataque o defensa de la mujer. Revela que el médico explota a su paciente, encubriendo una explotación sexual profunda y humillante. Declaró que el “tratamiento local” era “demasiado a menudo innecesario” con efectos morales terribles: después de verse obligada al examen local, la mujer se siente Desgraciada, se apodera de ella la indiferencia y una especie de negra desesperanza. Perdido el control, depende del médico. Harriot Hunt, a partir de muchas historias de vida, concluyó que las “enfermedades físicas” de la mujer provenían de “desgracias ocultas”, de las que a menudo eran culpables sus cónyuges o sus médicos.

Elizabeth Blackwell llamó a la ovariotomía “castración de la mujer”. Calculó que una de cada 250 mujeres europeas habían sido “castradas”: afirmó que los médicos jóvenes hacían esta operación sin necesidad, para asegurarse trabajo. Las ovariotomías del siglo XIX representan la tendencia antifeminista de gran parte de la ciencia moderna.

Elizabeth Blackwell recalcaba que se necesitaban mujeres para renovar la profesión médica: “los métodos y conclusiones a los que ha llegado la mitad de la raza sólo deben requerir una revisión cuando la otra mitad de la humanidad acceda a la responsabilidad consciente”. La paciente femenina dependiente del médico varón era un emblema de los elementos más degradantes en la relación de la mujer con el hombre.

La mujer médica del siglo XIX, capaz de cuidar de sí misma y de curar enfermedades, se mostraba como redentora de las mujeres sometidas, víctimas en sus propias casas o en una oficina.

Reseña de Las enfermedades de moda, de Ann Douglas Wood, ensayo incluido en Presencia y Protagonismo: aspectos de la historia de la mujer, compilación de Mary Nash. Ediciones del Serbal, 1994, Barcelona.