Ahora, somos todos sodomitas

Un alegato por la libertad sexual (2º parte)

Escribe: Andrew Sullivan

Publicado el 26 de marzo del 2003 en:
The New Republic.
copyright © 2003, Andrew Sullivan.
Reproducido con permiso de su autor.

III

Pero la constitucionalidad, la historia e incluso la tradición religiosa no responden a la cuestión más fundamental: ¿exactamente por qué es inmoral la sodomía? No hay ninguna duda de que las escrituras cristianas y judías prohíben estas prácticas sexuales. Pero también prohíben el divorcio, que es perfectamente legal en el mundo occidental. Y la misma tradición religiosa medievales que se fijaba sobre la sodomía también estaba plagada de antisemitismo y de oposición a la usura. Si las dos últimas prohibiciones han sido abandonadas, considerándolas meramente un prejuicio, ¿por qué no ocurrió lo mismo con la primera? Por lo tanto, cuando se trata de mantener las leyes seculares o de la desaprobación social hacia la sodomía, ¿No es la única cuestión relevante “siempre ha sido así”? Sino: ¿Qué bases racionales hacen que la sodomía sea en realidad inmoral? O para expresarlo más despojadamente: ¿Por qué está mal?

La respuesta fundamental es que es antinatural. Viola el propósito de la sexualidad humana, que está diseñada para fomentar la procreación. Y en algún nivel, es claro que esta argumentación tiene algún sentido. Hay algo único y milagroso sobre la conexión en el sexo entre hombre y mujer y la creación de nueva vida. Su cone-xión con una estructura marital en la que la vida nueva pueda ser nutrida, protegida y elevada es también una conexión que resulta vital defender. En todo esto, la doctrina católica afirma algo importante y que da vida: el nexo entre sexo, casamiento y familia. Como símbolo de aquello a lo que se refiere la sexualidad, en verdad en última instancia de aquello de lo que trata la sexualidad, este vínculo tiene sentido moral y teológico. También tiene sentido social. Son abrumadores los datos sobre cuánto mejor ajustados son los niños cuando crecen en los hogares tradicionales, estables y nutricios. Tiene todo el sentido en el mundo que una sociedad busque el modo de celebrar y proteger este arreglo, para beneficio de la próxima generación al menos.

El problema aparece cuando esta visión de aquello con lo que el sexo está relacionado se transforma en una instrucción acerca de aquello con lo que el sexo no debe estar relacionado. Decir que la actividad sexual alcanza sus picos dentro de un acto marital procreativo no es lo mismo que decir que todas las otras variantes de la sexualidad son inmorales, sin llegar ni a insinuar que son dignas de la condenación divina siguiendo el ejemplo de lo ocurrido en Sodoma. Después de todo, incluso dentro de matrimonios perfectos, católicos y procreativos, es inevitable la actividad sexual no procreativa. Durante algunos períodos dentro del ciclo menstrual de la mujer el sexo no puede ser procreativo. A todo lo largo de la preñez, el sexo no puede ser procreativo. Más todavía: a no ser que las personas se casen en la niñez, siempre habrá un período de adolescencia en el que la capacidad sexual de lejos sobrepasará cualquier posibilidad de restringirla a la procreación solamente. Estos son hechos simples. Es verdad que la sexualidad humana puede ser encauzada. Pero la norma de que solamente puede estar dirigida y siempre debe estar dirigida a la procreación es simplemente una norma que ningún ser humano puede respetar plenamente. Hasta los célibes tienen impulsos sexuales. ¿Es posible que un sacerdote varón adulto, por ejemplo, pueda vivir una larga vida sin cometer sodomía, si la sodomía es definida como un deliberado orgasmo no procreativo? Es obvio que la respuesta es que no. De hecho, el concepto íntegro de una sexualidad exclusivamente procreativa, por más hermoso que sea en teoría, en la práctica es simplemente un sin sentido. No existe. No puede existir. Nunca existió. En algún nivel, la sodomía es inextricable del hecho de ser un ser humano sexual.

Digo más: la sodomía está biológicamente enraizada en la constitución. Incluso en el curso de un casamiento procreativo del tipo ideal, se “desperdiciarán” incontables poblaciones de esperma, junto con buena cantidad de óvulos listos para ser fertilizados. La cantidad de esperma que produce un macho no puede ni remotamente estar dirigida exclusivamente a la reproducción. Quienes argumentan que la sodomía es inmoral por tanto deberían reconocer que la naturaleza misma ha incorporado en nuestra constitución una producción sexual no procreativa de esperma y óvulos, en un grado que parece ridículo. Hay una razón obvia para esto: al hacer que los machos humanos produzcan gran cantidad de esperma, gran parte de él superfluo, la naturaleza garantiza que se maximicen las probabilidades de que algo de ese esperma conduzca a una nueva vida. Si esto parece paradójico, intenten ustedes este experimento de pensamiento: imaginen un universo paralelo en el que un macho humano tenga, digamos, una eya-culación por año. De pronto la prohibición contra la sodomía parece mucho más sensata. Una oportunidad tan preciosa y escasa con toda seguridad no debe desperdiciarse. Pero después consideren qué lejos está ese universo de nuestro universo real. El varón adolescente promedio, en la cumbre de su impulso sexual, puede eyacular varias veces por día. Si uno quiere derivar inferencias lógicas de la misma naturaleza, me parece que la realidad en la que vivimos de hecho muestra mucha más aceptación de la sodomía que lo que las autoridades morales y religiosas quieren que lleguemos a creer. En realidad, su prohibición insistente y llana llega a parecer casi quijotesca en su futilidad.

Digo más: tratar la sexualidad humana como algo enteramente instrumental a la producción de niños es con toda seguridad algo que la desvaloriza. Un acto sexual marital que se emprenda por razones de pasión, amor, compromiso o agrado mutuo, no se transforma en un sin sentido o en algo inmoral si no se da que produzca otro ser humano al finalizar. Decir otra cosa es reducir a los seres humanos a animales reproductivos, y reducir el significado de su sexualidad a una dimensión puramente funcional. Después de todo, el cuerpo es algo complejo. Hablar de cualquier parte de él como si tuviera un único y exclusivo propósito, al modo de Santo Tomás, es reducir la complejidad de la experiencia humana a la relativa simplicidad de un animal. ¿Se da al ojo un uso inmoral si se lo usa para hacer un guiño, en lugar de para ver? ¿O de algún modo una boca se mueve inmoralmente si la usamos no para comer o respirar o beber sino para sonreír?

Conscientes de lo primitiva y poco refinada que es la posición tomista, los teóricos de la “ley natural” de hoy en día, en un nuevo giro, han abandonado la insistencia de Santo Tomás en la procreación como único criterio por el que puede juzgarse moralmente la interacción sexual. Ahora argumentan no a partir de lo que parece existir en la naturaleza, tal como la entienden la ciencia contemporánea o incluso la medieval, sino por lo que ellos proponen como “el bien natural” del matrimonio. El sentido de la actividad sexual, afirman ahora estos teóricos, no es solamente la procreación, sino la experiencia unitiva del casamiento en sí mismo: la fusión corporal permanente de dos seres humanos del sexo opuesto. Los deseos concretos u orientaciones sexuales de estas dos personas, arguyen ahora estos teóricos, no son moralmente relevantes. El sexo se relaciona con el bien natural del matrimonio; y todos los seres humanos deben adherir a ese bien natural o abandonar completamente toda actividad sexual.

De este modo, el sexo ya no se centra en la procreación y en ninguna otra cosa. Ahora se centra en el matrimonio, y en ninguna otra cosa. “La unión de los órganos reproductivos del marido y la esposa realmente los une biológicamente”, argumenta el teólogo John Finnis. Marido y mujer se vuelven marital y biológicamente uno solo, y si ponen cualquier tipo de barrera entre ellos en sus actos sexuales (preservativos, por ejemplo), están violando esa unidad biológica y destruyendo su matrimonio. Más todavía: como el matrimonio cambia la misma identidad sexual de una persona, el sexo no procreativo conduce a la desintegración moral y espiritual del ser humano. Esta expresión sexual es una contradicción en sí misma.

Adviertan ustedes que esta nueva forma de ley natural, si bien intenta evitar reducir a los seres humanos a meras fábricas reproductivas, sin embargo termina exactamente donde comenzó. Incluso dentro del matrimonio (ni hablar de fuera del matrimonio), el sexo oral o anal o con métodos anticonceptivos sigue siendo inmoral; en tanto que en la concepción más temprana de la ley natural el matrimonio parecía ser un modo lamentable pero necesario de contener la malignidad del deseo sexual, la nueva ley natural coloca al matrimonio en el centro y delante de la escena, y considera al sexo procreativo cono la práctica crítica y positiva que hace algo real del matrimonio.

Sin embargo, esta nueva doctrina es enmendada nuevamente en el alegato de amicus curiae que se agregó al expediente por cuenta del grupo de la derecha cristiana Consejo de Investigación de Familia (Family Research Council) en el caso de próxima resolución Lawrence vs Texas. En Texas, los fundamentalistas que defienden la criminalización de la sodomía entre personas del mismo sexo se enfrentan con lo que parece ser un obstáculo imposible de superar. Han sostenido desde hace mucho que la sodomía es algo malo, no importa quién la practique, si heterosexuales u homosexuales. Pero la ley tejana solamente ejerce poder de policía sobre la sodomía cuando es practicada por homosexuales. Uno podría imaginarse que un fundamentalista con principios encontraría perturbador este hecho, porque autoriza la práctica de la sodomía heterosexual, que es mucho más común, mientras criminaliza la misma práctica en una diminuta minoría. Pero los abogados del nuevo derecho natural encuentra un modo de justificar este hecho. Los autores católicos del alegato, Robert P. George y Gerard Bradley, escriben lo que sigue:

“La diferencia crítica en la que se apoya la distinción legal no es el comportamiento físico en sí mismo, sino las relaciones: los actos desviados entre personas del mismo sexo nunca pueden darse dentro del matrimonio, durante un compromiso para el matrimonio, o dentro de cualquier relación que pudiera conducir al matrimonio. Físicamente los actos sexuales similares entre personas casadas están protegidos constitucionalmente. Los actos físicos similares entre personas no casadas de sexos diferentes se dan dentro de relaciones que Texas puede desear alentar, ya sea como valiosas en sí mismas, o porque podrían madurar en matrimonios, o ambas cosas”.

Así que la sodomía no solamente es ahora legalmente tolerable dentro del casamiento heterosexual, incluso es tolerable fuera del matrimonio, en tanto que sus practicantes sean heterosexuales y puedan por lo tanto ser considerados como gente que está en una relación – aunque sea de una sola noche- de la que es posible concebir que algún día podría conducir al matrimonio. George and Bradley van incluso al extremo de decir que estas relaciones sodomíticas no maritales entre heterosexuales podrían incluso ser consideradas por las autoridades civiles como “valiosas en sí mismas”. ¡Y esta defensa del sexo premarital proviene de algunos de los católicos más ortodoxos del planeta! George and Bradley entonces proveen una razón práctica adicional para hacer cumplir las leyes de sodomía contra gays, pero no contra heterosexuales: “Texas podría razonablemente sacar como conclusión que la persecución criminal es una herramienta demasiado tosca para distinguir en el espectro de relaciones entre personas del sexo opuesto, todas ellas potencialmente maritales, y muchas de ellas a punto de ser estrictamente maritales o que son preparatorias para lo estrictamente marital. No deseando interferir, dañar, y quizás destruir relaciones valoradas e incipientemente maritales, Texas podría razonablemente decidir dejar a todas estas relaciones entre personas del mismo sexo fuera de los alcances del derecho criminal”.

En otras palabras, criminalizar la sodomía como tal, sin tomar en consideración la relación dentro de la cual tiene lugar, podría un día conducir al matrimonio, dentro de un marco legal muy tosco. También sería imposible hacer cumplir tal ley. Imaginen ustedes una fuerza de policía a la que se le exigiera monitorear y criminalizar todo acto de sexo oral adolescente; o una estructura legal en la que cada vez que una pareja no unida en matrimonio usara un preservativo los vecinos pudieran llamar a la policía. Simplemente no es algo que se pueda poner en práctica. Pero como hay muchísimos menos homosexuales, y como son más identificables, la ley puede ser usada para castigarlos a ellos únicamente. Y como sus relaciones no pueden nunca ser maritales, y por lo tanto no son de utilidad social, no hay costo social en el que se incurra cuando los policías “interfieran, dañen y quizás destruyan” tales relaciones.

El mismo razonamiento se produce también dentro de la teología de la ley natural. Aquí también la sodomía está prohibida oficialmente, pero cuando se mira más de cerca, se ve que solamente está prohibida efectivamente para los homosexuales. ¿Qué pasaría, por ejemplo si un matrimonio no pudiera natural y biológicamente adaptarse a las demandas del sexo no sodomítico? ¿Qué pasaría si uno de los cónyuges es infértil o si la cónyuge ha pasado la menopausia? Uno podría pensar que, lamentablemente, estos casos, junto con la homosexualidad, quedarían fuera de la posibilidad de que el matrimonio se concibiera como el bien definido por los nuevos teólogos. Pero no. En estos casos, el sexo no procreativo todavía sigue estando bien, con tal que se adapte al modelo en el tipo. En otras palabras, con tal que la pareja esté haciendo la mímica de sexo procreativo, todo está bien. Incluso si no se tiene la intención de ser procreativo está bien. Incluso si ambos saben que su acto no es procreativo, moralmente está perfecto. El sexo no procreativo ahora es permisible en una gran variedad de circunstancias, con tal que uno sea heterosexual. Las doctrinas modernas de la Iglesia (en un curioso eco de la ley tejana antisodomíta que solamente se aplica a los homosexuales) no están diseñadas para expulsar a la sodomía de la sexualidad humana, sino para expulsar a los homosexuales la dignidad sexual.

Lo que muestra el alegato George-Bradley es que la posición principista contra toda la sodomía, aunque no sea algo plausible, ha sido ahora esencialmente abandonada como base para el derecho en la sociedad moderna, incluso por sus defensores más fervientes. Lo que queda es un residuo de hostilidad hacia los homosexuales, animosidad, aunque se lo llame por cualquier otro nombre. Lógicamente, por supuesto, la sodomía heterosexual debería estar más estigmatizada que la sodomía homosexual. Después de todo, un hombre y una mujer pueden elegir si procrear o no hacerlo; dos hombres o dos mujeres no pueden. Si uno intenta diseñar la ley para alentar la procreación, ¿por qué aplicarla solamente a aquellos que no pueden procrear de ningún modo, en tanto que se anula ese incentivo para el único grupo para el cual tiene sentido aplicar tal incentivo? Así como la intensa prohibición de la sodomía parece haber emergido en parte del miedo y la incomprensión de los homosexuales, ha terminado siglos después exactamente en el mismo lugar: como un medio no de sostener una moralidad universal, sino el medio de mantener un estigma contra una única clase de personas.

IV

Como un simple tema empírico, ahora somos todos sodomitas, pero solamente los homosexuales llevan el peso del estigma legal y social. Algunos estudios han encontrado que del 90 al 95 por ciento de las parejas heterosexuales hacen sexo oral en sus relaciones; un número similar usa anticoncepción; un número menor pero significativo practica el sexo anal. No hablamos mucho de esto porque respetamos la privacidad de la intimidad, como debe ser. La moralidad del sexo en la Norteamérica y en la Europa Occidental de hoy es correctamente una en la que se hacen pocos juicios morales públicos de cualquier experiencia sexual que sea privada, adulta y consensual. Dentro de estos parámetros, el sexo no procreativo es, simplemente, la norma.

Pero decir que es la norma es quizás demasiado defensivo. La normas es también, como muchos han llegado a entender, un bien social, personal y moral. Es difícil ver por qué, por ejemplo, la fantasía sexual, el escape sexual, el placer sexual son de algún modo enemigos del florecimiento humano: y hay gran cantidad de evidencia de que su supresión permanente o demasiado rígida produce daño psíquico y espiritual real.

Se puede pensar que el sexo (dentro del matrimonio y en otras relaciones) es un modo de formar vínculos; que es un modo de profundizar y expandir el significado de la intimidad; que es incluso un tipo de lenguaje donde los seres humanos pueden comunicarse sutil, hermosa y apasionadamente… pero sin palabras. Y en un mundo donde nuestras necesidades de consumidores están exquisitamente cubiertas por los mercados, donde el confort burgués puede casi anestesiar el sentido humano del riesgo y la aventura, el sexo sigue siendo uno de los pocos domi-nios que restan donde podemos explorar nuestros anhelos más profundos, donde podemos viajar a destinos cuyo significado y dimensiones no podemos conocer plenamente. El sexo libera y exalta de un modo en que pocas otras experiencias siguen haciéndolo. Sí: llevar esto al extremo puede ser destructivo. Y sí: si esta experiencia estorba o aplasta otras preocupaciones (los votos del casamiento, la confianza de una relación fiel, o el deber que les debemos a los niños) entonces puede ser destructiva, así como puede ser dadora de vida. Pero la idea de que expresar esta libertad humana es de algún modo intrínsecamente y siempre inmoral, la idea de que de algún modo destruye el alma, es una idea cuya validez simplemente está negada por incontables vidas y amores.

Pero si muchos de nosotros (gays y heterosexuales) hemos absorbido este nuevo consenso sexual, seguimos negándolo en nuestro tratamiento legal y social del sexo homosexual. Y los retorcimientos por los que tienen que atravesar las autoridades legales ahora para justificar esta discrepancia se están volviendo más y más elaborados y menos convincentes. En algún punto, la injusticia de esto con toda seguridad va a imprimirse en nuestra conciencia colectiva. Y la permanencia de las leyes de sodomía es solamente uno de los dos sujetalibros de esta estructura anacrónica. El otro sujetalibros es el casamiento mismo. Una razón para que haya una tan feroz resistencia a abolir las leyes de sodomía es que los defensores de estas leyes temen que una vez que estas leyes sean borradas, esencialmente no habrá diferencia legal entre los casamientos heterosexuales y las relaciones homosexuales. Los dos temas pueden estar legalmente separados, como lo vemos en muchos estados que no tienen leyes de sodomía y sin embargo retienen leyes de casamiento exclusivamente heterosexuales. Pero lógicamente, esta discrepancia tiene cada vez menos sensatez. Tanto las relaciones homosexuales como las heterosexuales en nuestra cultura son ahora primordialmente sodomíticas, en cuanto a sus prácticas sexuales. Ambas adhieren a los principios generales de igualdad, adultez, privacidad y consentimiento que se han transformado en nuestras normas sociales de facto para las relaciones adultas. Tanto dentro de las relaciones heterosexuales como de las homosexuales, hay un amplio espectro de adaptación a la monogamia, la crianza de niños, la responsabilidad social y los roles de género. Y a medida que pasan los años y que las relaciones del mismo sexo, bajo protección legal, maduran como institución social, las diferencias que permanecen van disminuyendo lentamente.

Sí: hay distinciones sociales y sicológicos entre estos tipos de relaciones. Las relaciones lésbicas (que constituyen la mayoría de las uniones civiles del mismo sexo en el único estado donde tales uniones son legales, en Vermont) tienden a ser más monógamas que muchas relaciones heterosexuales. Y tienden a albergar más niños que las relaciones de homosexuales varones. Las relaciones de homosexuales varones tienden a ser menos monogámicas que sus contrapartidas lésbicas y heterosexuales. Las relaciones heterosexuales, por su parte, también cubren toda la gama: de la tradicional monogamia para toda la vida a casamientos en serie y divorcios múltiples, así como discretas aventuras por parte de muchos hombres y, en algunos casos, matrimonios explícitamente abiertos o, en algunas subculturas étnicas, matrimonios arreglados. En nuestro mundo multicultural, las diferencias entre un casamiento musulmán arreglado en un suburbio de Maryland y un tercer matrimonio en Tribeca entre gente de la generación de los baby boomers hay fácilmente tanta diferencia como la que hay entre las parejas gays y las heterosexuales. Y lo mismo digo de la diferencia entre una pareja del poder yuppie con múltiples departamentos y ningún hijo y una familia de diez personas en las Montañas Rocosas, donde los chicos no van a la escuela y se educan en el hogar. Una tal diversidad no nos conduce a hacer distinciones legales entre la validez de los casamientos implicados en cada caso. De hecho, la extraordinaria diversidad del contenido de los casamientos nos hace preocuparnos aún más para proveer alguna uniformidad social y legal que unifique y abarque a todo. Y una vez que se ha removido el criterio de la sodomía como la diferencia distintiva entre gays y heterosexuales, y entre casamiento y no casamiento, se puede ver qué arbitrarias son en realidad tanto las leyes de sodomía como las leyes que prohíben el casamiento homosexual.

Naturalmente, vivimos en un mundo donde es obvio que el pasado importa. La torturada historia de la persecución de los homosexuales, estructurada en torno de la profunda y a menudo histérica aversión a la sodomía, todavía se cierne sobre nosotros. Dicta patrones de pensamiento; nubla distinciones relevantes; puede continuar estigmatizando y marginando al “otro”, incluso cuando la razón originaria de la estigmatización ha sido hace ya mucho barrida por el tiempo. Pero la historia no es destino. Y la sinrazón no es una buena base para el derecho. Quizás este año verá finalmente que la Suprema Corte de los Estados Unidos afirme, en realidad no el poder del miedo heredado sino que la discriminación heredada no tiene lógica. Quizás encontrará un modo, como lo hecho en el pasado con otras personas margina-das, para liberar a una clase íntegra de personas no solamente de la mancha de una persecución oscura y dolorosa sino abrir la posibilidad de un futuro más humano: darle al deseo humano significado, darle estructura al amor homosexual, y dar al sexo para todos nosotros la libertad y la dignidad que se les ha negado por tanto tiempo.